Basada en la novela de Maggie O’Farrell, la película se posiciona como una de las cintas más importantes del año. Esta es nuestra crítica.

No fue Shakespeare, sino otro escritor británico de un siglo distinto, quien apuntó: «el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte». Esta frase escrita por Oscar Wilde en Salomé es quizá algo en lo que el gran Bardo habría convenido, en tanto su obra entera es una ponderación exhaustiva de ambos misterios. En el libro Hamnet, escrito y publicado este siglo, la novelista irlandesa Maggie O’Farrell se adentra en la cuestión palpitante detrás de ambos misterios, en el espacio indeterminado para un artista que existe entre la vida y su obra, en cómo la muerte del hijo de Shakespeare, uno de los pocos datos conocidos sobre la vida del autor, resuena en la creación de Hamlet, una de las obras de teatro más grandes de todos los tiempos.
El libro no solo está interesado en qué puede haber significado ese evento trágico para una mente brillante con un legado trascendente, sino también en la madre que perdió a su hijo, en cómo padecía la esposa de ese hombre destinado a ser más grande que la vida misma, pero que al final del día era una madre y una amante como cualquier otra; una que perdió a un hijo y que debía compartir a su esposo con el mundo entero, padeciendo a su modo esos misterios dolorosos.
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Mientras no cabe duda de la inmortalidad de su obra, la vida de William Shakespeare, y lo poco que se sabe de ella, sigue siendo fuente de inspiración y obsesión. Es natural: queremos saber de qué materia, o si solo de sueños, está hecho un individuo que escribió tantas cosas maravillosas y veraces. El atractivo innegable de retratar una parte de la vida de Shakespeare en el marco de una honda tragedia humana similar a las escritas por el autor resulta instantáneamente cinematográfico, incluso en un mundo donde ya existió Shakespeare in Love (en este caso concebida más como las exuberantes comedias románticas de su autoría) o Anonymous (un thriller que cuestiona su existencia como impostor). Por lo tanto, la adaptación para cine de una de las novelas más aclamadas en tiempos recientes iba a suceder en cualquier momento. Por fortuna para O’Farrell, su libro ha caído en manos de Chloé Zhao (The Rider, Nomadland), una de las directoras más sensibles y con gran capacidad para la observación humana actualmente trabajando en Hollywood.
La delicadeza y humildad de la directora china, con un guion coescrito junto a la autora del libro, transforma Hamnet en una película extraordinaria donde lo fundamentalmente épico de la premisa como película de época es absorbido por la profunda y cercana intimidad de la historia y sus personajes. A su vez, la prosa detallada y florida del libro es sustituida con gracia por imágenes cuidadosas y performances dedicadas que transmiten y evocan las conmovedoras verdades emocionales que exuda el libro. Un director menor se habría apoyado en una profusa voz en off como narrador o en diálogos demasiado explicativos, sin distanciarse lo suficiente del libro para reclamar voz y visión propia. Zhao, en cambio, lo consigue confiando en todos los elementos del ensamblaje para crear el mundo doméstico de Shakespeare sin una nota falsa.
Una mujer acurrucada en posición fetal en las raíces de un árbol y a la salida de una cueva. Así es introducida Agnes (Jessie Buckley), conocida como hija de la «bruja del bosque» y también heredera de sus dones y enseñanzas luego de su muerte. Una mujer extraña, ligeramente salvaje, un puente entre el mundo civilizado de una villa en Stratford y el bosque que lo circunda. Saliendo de allí con un gran pájaro en su mano, así la conoce Will (Paul Mescal) mientras imparte lecciones de latín a los niños del pueblo. Hay química instantánea entre ellos, pero Agnes es tan cautelosa como desafiante. Su hermano Bartholomew (Joe Alwyn) es el administrador del hogar donde vive, pero su madrastra es vocera de la moral y ese primer ojo crítico que la pone bajo sospecha en un mundo no hecho para ella. Pero Will es distinto a cualquier otro hombre y parece reconocerla y admirarla en su esencia indómita. Cuando ella toca sus manos asegura ver en él «paisajes y países por descubrir» y lo describe a su hermano como alguien que tiene «más dentro de sí que ningún otro hombre que haya conocido».
Agnes se embaraza de Will y ambos quieren casarse oficialmente a pesar de ciertas objeciones y dudas por parte de sus respectivas familias. Agnes entonces se muda a la casa de los padres de él, donde su suegra Mary (Emily Watson) baja sus defensas pero mantiene el rigor de un hogar cristiano ajeno a los ritos y costumbres de naturaleza más pagana que ella practica. Esta dicotomía es fundamental en los dos partos que experimenta Agnes. En el primero concibe a su hija primogénita por sí sola dentro del bosque. Su segundo parto es más traumático, porque una lluvia torrencial y su suegra la obligan a concebir a dos gemelos dentro de la casa, un niño y una niña. La niña nace muerta, o eso parece, hasta que consigue respirar. Pero Agnes no puede evitar sentir un mal presagio, ya que siempre ha asegurado que su visión del futuro muestra a dos hijos al pie de su cama, en lugar de tres. Años más tarde, se mantiene siempre cuidadosa respecto a la salud de Judith (Olivia Lynes), mientras su hermano Hamnet (Jacobo Jupe) es inseparable de ella. Todo parece estar dado para una profecía autocumplida, pero, como en toda tragedia, no sucede tal y como quien la predica espera que ocurra.

En lo que respecta al matrimonio entre Agnes y Will, no tardan en aparecer problemas en el paraíso, a pesar de lo mucho que se aman. Ella sabe que él es un hombre que no se conformará con una existencia ordinaria y lo insta a probar su suerte en Londres, aunque eso implique periodos de distanciamiento hasta que consiga establecerse. Hay comentarios respecto a que ha conseguido un contrato con el teatro para escribir y montar obras, pero no es algo sobre lo que Agnes sepa demasiado. El nombre de William Shakespeare nunca es mencionado en el libro, mientras que en la película solo se dice una vez. Pero, en efecto, Will es Shakespeare y Agnes es quien históricamente conocemos como su esposa Anne Hathaway. Y Will, el que conocen en su hogar, es un esposo apasionado y un padre amoroso, aunque rara vez está presente cuando se le necesita. Cuando la tragedia ocurre, a causa de la peste, Will llega tarde para contemplar el cadáver de uno de sus hijos. Esto no es realmente un spoiler, ya que es el centro dramático de la obra literaria y un dato biográfico conocido. En efecto, su hijo Hamnet murió a los 11 años de edad, y muchos han discutido desde entonces la relación de este evento con el nombre de la obra Hamlet escrita y escenificada posteriormente.
Hamnet es un drama sobrio que se puede dividir en tres actos: el romance entre sus dos protagonistas, la tragedia familiar que los marca y el respectivo viaje individual de cada uno para sublimar ese dolor, que acaba convergiendo en el montaje de Hamlet. Esta es una película compleja y, al mismo tiempo, transparente sobre el dolor y las maneras en que el dolor funciona como fuente primordial para la creación artística. Como muchas grandes obras de arte, aquí hay una maniobra difícil de equilibrio entre la fe y lo incierto, por la forma en que explora la amarga realidad del luto y la catarsis a través del arte.
Al mismo tiempo, así como Will y Agnes la encuentran a través de Hamlet, busca crear esa catarsis para el espectador que ve Hamnet, un truco doble casi imposible que pudo haber quedado en un resultado manipulador y condenado al fracaso. Ese esfuerzo de conjurar y esperar lo mejor, que distingue la dirección de Zhao y las actuaciones de sus actores, es más común en el teatro que en el cine, donde todo suele estar más controlado. Esto es evidente en cada escena respectiva de Agnes y Will lidiando con la pérdida inmediata del hijo amado: primero muriendo en brazos de ella y luego él, a su llegada, destapando las sábanas que lo cubren como mortaja. Representar y actuar escenas como estas es un reto difícil para cualquiera, pero la crudeza y la agonía están capturadas con maestría.

La parte más complicada del material es su tercer acto, y es la que da cabida a algunos de los mejores y más conmovedores momentos que experimentarás en el cine este año. Agnes resuelve viajar a Londres para ver por sí misma la obra de teatro titulada con el nombre, o casi, de su hijo, y encuentra allí a su esposo interpretando al fantasma del padre de Hamlet y al príncipe Hamlet (Noah Jupe, hermano de Jacobi en la vida real) como una suerte de espejo del futuro de la vida que pudo haber tenido su hijo.
Hamlet es una obra sobre muchas cosas, un relato oscuro de muerte y venganza, pero también sobre el luto y sus ramificaciones tenebrosas, y en buena parte sobre “los misterios que no están al alcance de nuestra filosofía”. Y este es otro aspecto donde Hamnet se engrandece, en cómo captura lo que pertenece a “otro mundo”, sin caer de lleno en lo sobrenatural pero sin refutar la posibilidad de un espacio para lo sagrado en comunicación con lo humano.
A la luz de Hamnet tenemos la oportunidad, que a día de hoy ya creeríamos irrisoria, de ver esta particular obra de Shakespeare con nuevos ojos, con los primeros e iniciales para ser más precisos. Escuchar a Mescal o Jupe recitar palabras tan bien reverenciadas y conocidas como algo inédito es un prodigio en sí mismo. Y aún más increíble es verlo a través de los ojos y la gestualidad de Buckley encarnando a Agnes, maravillada como cualquier otro miembro de la audiencia por ser una de las primeras personas que confrontan la belleza, el dolor y la sabiduría de lo representado, pero también como testigo de lo contenido detrás de ello y que ella conoce mejor que nadie; no solo por su relación con el autor, sino por los confines de su pena misma encontrando el momento adecuado y necesario para dejar ir. Buckley y Mescal nunca han estado mejor, ofreciendo aquí dos de las actuaciones más destacadas del 2025. Entretanto, Zhao ha hecho lo que quizá consideremos luego como la obra maestra definitiva de su carrera y, naturalmente, una de las mejores películas del año.

Escucharás mucho decir que Hamnet te hará llorar. Sí, con suerte lo hará. Y claro, la sobrecogedora contribución musical de Max Richter ayudará. Pero el jadeo y el llanto no sucederán como resultado de un film calculando tus emociones como si fuera un reloj mecánico, sino porque querrás llorar lo visto como una forma de alivio, porque vale la pena llorar por el arte en un mundo donde frecuentemente se olvida por qué lo hacemos. Hasta cierto punto, esta es también una inusual obra cinematográfica profundamente agnóstica, una que te hace considerar por qué a veces pareciera que un Dios (por ponerle un nombre) habita el arte. Y cómo eso es verdadero en Hamlet. Y cómo eso quizá podríamos considerarlo también cierto en Hamnet. Ahí lo tienes sucesivamente: el misterio de la muerte y el misterio del amor, como todo cuanto realmente importa para, a duras penas, comprender quiénes somos, por qué sentimos y qué podemos esperar cuando no hay respuestas. Solo unos pocos son capaces de penetrar esos misterios, incluso entre los mejores y más brillantes artistas. Quizá no todos debamos hacerlo, pero corresponde prestar atención cuando alguien se acerca lo suficiente. Como dijo Shakespeare: el resto es silencio.
5/5 = Extraordinaria