Los Asesinos de la Luna comienza en un tiempo impreciso —entre fines del siglo XIX y principios XX—, pero en un espacio concreto: la tierra del sueño americano. Allí el pueblo Osage hace una ofrenda, un artilugio es enterrado. En el ritual, las palabras que se evocan refieren al olvido. Acto seguido, el suelo estalla y el petróleo comienza a fluir desde las entrañas de la tierra. Los miembros de la tribu, eufóricos, se bañan en el oro negro en un slow motion que remite al icónico inicio de 2001: Odisea del espacio. Y al igual que en la obra maestra de Stanley Kubrick, se trata de un momento profético, una imagen prescriptiva que marca el pasaje hacia el camino del progreso: será de riqueza, pero al mismo tiempo de sangre, olvido y muerte.
En sus capas más profundas Los Asesinos de la Luna es un relato sobre el doble filo de la modernidad. Al lado sombrío del progreso Martin Scorsese no le escapa. Explora la opresión en su máxima complejidad, combinando drama y comedia negra, en esta historia basada en hechos reales sobre el ascenso y la caída de la Nación Osage. Un pueblo originario de Estados Unidos que a fines del siglo XIX descubrió petróleo en sus tierras. Para 1920 se convirtieron en los más ricos del estado de Oklahoma.
Pero ese mundo del revés, de los históricamente oprimidos gozando de los mismos derechos que los opresores, no estaba destinado a perdurar. El siglo XX tiene su costo de oportunidad. Paralelamente a las democracias, a las nuevas formas de organización social y a las nuevas tecnologías, se urden nuevas formas de violencia y se desvanecen antiguos valores y costumbres. En el ambiguo mundo de la «civilización», nuevo para los osage, las leyes de la guerra no existen y el enemigo ataca desde las sombras. William «King» Hale (Robert De Niro) y su sobrino, Ernest Buckhart (Leonardo DiCaprio), entran en escena para volver a poner la casa en orden.
Wiliam «King» Hale es un terrateniente y una personalidad influyente del condado de Fairfax. Es uno de los pocos blancos que tiene tanta fortuna como los osage. Habla su idioma y mantiene relaciones estrechas con ellos. Sin embargo, puertas adentro su estrategia es eliminarlos poco a poco. Doctores, banqueros, maleantes del condado y hasta su sobrino, Ernest Buckhart, van a colaborar con Hale para quitarles las tierras a los osage y quedarse con los derechos de propiedad de los yacimientos de petróleo. En la línea de Mean Streets (1973), Goodfellas (1990) y The Irishman (2019), para este grupo de personajes el sueño americano solo es viable por fuera de los márgenes de la ley.
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Ernest es presentado como un hombre, no demasiado lúcido, al que le gustan el dinero y las mujeres. La primera vez que lo vemos está volviendo a Fairfax después de un largo tiempo en el frente de batalla, donde fungió como cocinero. Ese tipo de detalles biográficos, revelados con humor en los diálogos, le permiten a Scorsese construir elegantemente la cobardía del personaje. Un subordinado, propenso a ser manipulado, que se ampara bajo el ala de su tío. Cuando comienza a trabajar para él, este le convence de casarse con una mujer de la Nación Osage, Mollie (Lily Gladstone). Uno más de tantos otros matrimonios por conveniencia entre hombres blancos y mujeres osage de «sangre pura» que artifició Hale para apropiarse de las tierras.
La relación entre Ernest y Mollie es el nudo principal de la trama, el enclave micro donde Scorsese suele localizar sus problematizaciones de la moral. Como en Casino (1995) o en El Lobo de Wall Street (2013), aquí también se hace difícil distinguir el amor genuino del interés económico. Llegando al final, queda claro qué prevalece.

Si en el primer acto Scorsese se encarga de construir rápidamente la lógica del universo en que se desarrollaran los acontecimientos, el interludio se ralentiza con diálogos que exploran los conflictos internos de los personajes. Por un lado, la culpa en la figura de Ernest, que titubea entre la redención y la impunidad. Por otro, el padecimiento que sufre Mollie al ver caer uno por uno a familiares y amigos.
Quizá ese freno que pone el director pueda objetarse como el punto débil más fuerte (sobre todo si tenemos en cuenta el dato de las más de tres horas de duración). No así que ese tempo aletargado no tenga justificación. Porque la tensión entre tradición y modernización que rodea a los osage, se hace carne en el propio quehacer cinematográfico de Scorsese.
Más de una vez se enfatiza en que los osage están cómodos en el silencio, y que los blancos intentarán rellenar esos huecos de cualquier manera. Luego, en una escena que protagonizan Ernest y Mollie, una tormenta se desata y el personaje de Di Caprio intenta seguir bebiendo y conversando. Mollie, tozuda, lo detiene. Para los osage la lluvia es sagrada, dice, y solo queda mantenerse en silencio y contemplarla.
Es difícil no pensar en más de un sentido que Scorsese, con esos diálogos como con el ritmo que propone, interpela los modos de entretenimiento actuales. Al ethos de las habladurías incesantes y de los recursos pirotécnicos que intentan rellenar todo vacío, contrapone el silencio. Y Mollie es la pequeña reserva de esperanza, templanza y dignidad en un mundo cruento y hostil que no cierra la boca. La sensibilidad que Mollie no abandona frente a lo sagrado —a diferencia de los blancos y algunos osages «corrompidos»—, que implica tomarse un tiempo para la contemplación, es la sensibilidad que Scorsese no abandona para hacer cine. Anudada a la crítica que en el argumento hace de las consecuencias sociales, morales y económicas de la modernidad, desde lo formal despotrica contra las lógicas mercantiles que han pervertido la práctica artística.
Consecuente con esta visión y como es usual en el experimentado director, las elecciones de planos, cortes y movimientos de cámara no son arbitrarias. Es el caso, por ejemplo, de los asesinatos que se muestran con una crudeza sobria: la cámara, como si no tuviera nada más que agregar ante la atrocidad del genocidio, permanece estática. También el montaje, con cortes rápidos que encadenan los asesinatos, replican el cinismo que los perpetradores destilan sin pruritos en sus conversaciones.
Hacia el final, otra de las patas que toca la película es el nacimiento y la intervención del FBI en la masacre que se estaba llevando a cabo en Fairfax. En el libro homónimo del periodista David Grann, que ‘Los Asesinos de la Luna’ adapta, esta arista se despliega con profundidad. Scorsese, en cambio, le reserva un lugar menor promediando el segundo acto que acelera el desenlace. Con un tono de policial clásico, la investigación que comanda Tom White (Jesse Plemons) aclara algunos puntos que habían quedado ciegos para el público, pero sobre todo funciona para apuntalar la sensación de que la justicia siempre llega tarde.
Chorreando sangre y barro
«Yo les traje el siglo XX», le reprocha Hale a los osage en un pasaje de la película. Las dos caras del siglo XX, habría que precisar: fortuna exorbitante y aniquilación cultural y material. Esa tensión del capitalismo moderno —a su vez tensión fundante de los EE. UU— es la sintaxis subyacente que la historia que cuenta Los Asesinos de la Luna materializa y llena de sentido. El telón de fondo, chorreante de sangre y barro, al que Scorsese le entra con complejidad desde su posicionamiento político sin perder sello autoral.
Los Asesinos de la Luna, a diferencia de otras obras sobre colectivos marginados, no simula simpatías, no fuerza el drama, ni tampoco se comporta como una fría descripción de los hechos. En términos de tono, es increíblemente elástica: es cruda y seria cuando necesita serlo y se permite usar la comedia como herramienta crítica, al mismo tiempo que para alivianar el drama.
El director de Raging Bull recupera así una pieza olvidada de la historia norteamericana a modo, sino de denuncia, por lo menos de reflexión. La pone en diálogo con el racismo explícito del siglo XX, pero también con las formas más estilizadas del XXI. Porque el plan que traza William «King» Hale utiliza tanto la lógica del asesinato como de la persuasión y la condescendencia.
En la época en que todo está hecho, siempre parece difícil innovar en el cine. Simultáneamente, siempre parece imposible decir algo nuevo sobre Scorsese. Lo segundo posiblemente yo no lo haya logrado. Lo primero sí sostengo que lo hizo Scorsese a sus 80 años. El final, una vuelta de tuerca de un recurso utilizado hasta el hartazgo, es el gran ejemplo. Innovación, no desde el capricho, sino desde la experiencia de haber ejercitado las formas clásicas. Innovación desde el compromiso político y reconfigurando las bases estéticas del cine, haciendo alquimia de géneros, tonos y formas.

FICHA TÉCNICA
Los Asesinos de la Luna (2023). Dirección: Martin Scorsese. Guion: Martin Scorsese, Eric Roth. Elenco: Leonardo DiCaprio, Robert De Niro, Lily Gladstone, Jesse Plemons, Brendan Fraser, entre otros. Fotografía: Rodrigo Prieto. Edición: Thelma Schoonmaker. Música: Robbie Robertson. Duración: 3 horas 26 minutos. Nuestra opinión: Muy buena.