En la tercera entrega de Avatar el drama emocional supera al despliegue visual y redefine a sus personajes. Nuestra crítica.
Hay una paradoja alrededor del mundo de Avatar. Aun cuando se trata de una nueva secuela, una extensión de universo, una continuidad de una franquicia un “más de lo mismo”, podría decirse, su existencia nos recuerda que todavía es posible apostar en el cine por una idea colosal, revolucionaria y creada desde cero. Y en un momento de la industria que tiende a lo perezoso, a los remakes y los reboots, a los reciclados y a los terrenos seguros, la convicción que sigue teniendo James Cameron por un proyecto tan personal es un acto digno de celebración.
¿Cuántos universos cinematográficos existen actualmente que sean tan ambiciosos y tan exitosos, al menos hasta aquí, como Pandora y sus espectaculares paisajes de colores y formas nuevas? Cameron creó un imaginario inagotable de criaturas, tierras, filosofías, tradiciones e historias que colocan a Avatar a la altura de lo que George Lucas hizo en los años setenta con Star Wars. Desde los cuerpos avatar hasta los tulkun, desde las montañas flotantes hasta las tierras acuáticas de los metkayina, pasando por la Gran Madre Eywa, la figura de Toruk Makto, los plesiosaurios, los ikran… y la lista sigue y sigue.
La saga de Avatar respira una creatividad cinematográfica que siempre se agradece y que dan ganas de defender y militar. Incluso cuando, después de una primera entrega notable tanto narrativa como visualmente, llegó El camino del agua, donde la espectacularidad seguía intacta y maravillaba, pero la historia presentaba muchísimos puntos flojos y parecía estar copiando a su antecesora.
Con Avatar: Fuego y Cenizas, por el contrario, la balanza parece invertirse. Mientras la historia funciona de manera brutal en el plano emocional, en el plano audiovisual no hay tanto despliegue de novedades. Sí están el Pueblo de las Cenizas y los Comerciantes del Viento, y el color rojo atraviesa todo el film, como antes lo había hecho el azul en la primera entrega y el verde en la segunda, pero esta vez Cameron elige profundizar en lo ya construido más que detallar en exceso a las nuevas tribus que presenta. A tal punto que, después de su poderosa aparición inicial, el Pueblo de las Cenizas pierde protagonismo para cedérselo, nuevamente, al villano Quaritch y a la “Gente del Cielo”.
¿Eso hace, acaso, que Avatar: Fuego y Cenizas sea un paso en falso dentro de la saga? Para nada. De hecho, esta tercera entrega se vive como la más épica de todas. Cameron se ahorra esta vez la presentación extensa de personajes y universos nuevos para entregarnos tres horas y diecisiete minutos de puro conflicto, batallas y drama. Las tensiones entre padres e hijos que sembró en El camino del agua alcanzan aquí su clímax. También lo hacen los dilemas en torno a la naturaleza humana o alienígena de Jake y sus hijos, en contraste con la “pureza” de Neytiri y los Na’vi, del mismo modo que se libra la batalla definitiva por el dominio de Pandora.
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Ese narrar sin preámbulos se traduce en una tensión que recorre la película de principio a fin y que le permite a James Cameron lucirse en el terreno donde mejor se mueve: las secuencias de acción. Y cuando no está desplegando esos recursos, el director construye una sucesión de momentos profundamente emotivos que exploran desde la forma de atravesar el duelo por un hijo hasta las decepciones frente a lo que se espera de uno como individuo, los destinos personales, los destierros, los mandatos y las elecciones imposibles.

En Avatar: Fuego y Cenizas, Cameron consigue sacar lo mejor de sus personajes. Los muestra contradictorios, conflictuados y errantes, algo que los aleja de los roles chatos y meramente funcionales a la acción que tenían en El camino del agua.
Hay problemas que persisten, casi por una cuestión de gusto personal. Particularmente, me aleja de la historia el modo en que están retratados los diálogos entre los tulkun y Lo’ak, las subjetivas lisérgicas de Quaritch junto a la villana Varang y algunos tonos narrativos de las secuencias más espirituales. También siento que sus tres horas y diecisiete minutos se vuelven espesas en ciertos tramos. Pero en una propuesta cinematográfica que apuesta por lo gigantesco, la superproducción y el entretenimiento a gran escala, tanto audiovisual como emocional y que apuesta por el cine, en tiempos de Netflix, los excesos son un riesgo posible y, en este caso, perdonable.
El tiempo dirá si este episodio épico será el cierre de una trilogía o si la cuarta y quinta entrega que James Cameron sueña para la saga finalmente se materializan. No sé cuánto más haya para contar de estos personajes, pero sí sé que, tratándose de un cineasta que sigue sacando conejos de la galera en cada entrega, seguramente aún sea posible, una vez más, algo extraordinario.

4/5 = Muy buena
Avatar: Fuego y cenizas ya se encuentra en cines