Una nueva adaptación del libro de Stephen King llega a los cines de la mano del director responsable de la Trilogía del Cornetto. Esta es nuestra crítica.

Edgar Wright vuelve con una de sus películas más personales: una nueva lectura de The Running Man, la novela de Stephen King. Con un Glen Powell versátil y magnético, la película combina acción, sátira social y un retrato afilado sobre cómo consumimos imágenes, violencia y relatos prefabricados.
Wright recupera el pulso oscuro del libro de King: un futuro áspero, un país quebrado y una sociedad que encuentra en el dolor ajeno su forma preferida de entretenimiento. Ben Richards ingresa a The Running Man, un reality mortal, para reunir el dinero que necesita para tratar a su hija enferma. Pero pronto entiende que nada es lo que parece: el juego está diseñado para humillarlo, manipularlo y sacrificarlo frente a millones de espectadores que miran con voracidad. Mientras corre para sobrevivir, la trama revela un sistema donde el espectáculo y la explotación se han vuelto indistinguibles.
¿Por qué volver a The Running Man ahora? ¿Y por qué hacerlo desde la mirada de Edgar Wright, un director que suele manifestarse en contra del reciclaje vacío? Tal vez porque cuando el impulso nace de un proyecto íntimo, uno que lo acompaña desde la adolescencia, según varias entrevistas que leí, las reglas cambian. Wright no reactualiza una película ochentosa sino que vuelve al libro de Stephen King, un texto que lo marcó de chico y cuya acción, situada en 2025, parecía pedirle una relectura a la altura del mundo actual. Desde ese gesto, el cineasta inglés encuentra un terreno fértil para desplegar su sello: ese equilibrio entre caos y humor donde el apocalipsis no es un espectáculo lejano, sino una consecuencia lógica de cómo vivimos.
Su mirada sobre el presente es quirúrgica. Wright convierte la persecución de Ben Richards en una reflexión sobre la prefabricación de las narrativas, la hiperproducción de imágenes, la inteligencia artificial, la manipulación mediática y un ecosistema de realities que funcionan como alegoría de las redes sociales: un territorio donde todo es artificio, donde nada es auténtico, donde cualquier tragedia es combustible para el lucro.
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Glen Powell se revela como un Ben Richards sorprendentemente dúctil. Wright lo aprovecha en todas sus capas: el padre desesperado que pelea por su hija, el fugitivo encapuchado que atraviesa una ciudad distópica, el sujeto común cargado de una indignación social. Pero quizá lo más interesante sea la dimensión performativa del actor. Como en Hit Man de Linklater, Powell vuelve a componer identidades múltiples: ejecutivo, cura, hombre anónimo que se camufla en la multitud. Hay en él algo casi como de Jack Lemmon en una película de Billy Wilder, si me permiten decir,esa facilidad para el acento, la gestualidad, la comedia de pretender ser otro, que convive junto al héroe de acción.

Josh Brolin, con su presencia imponente y esa voz profunda, entrega un villano preciso y que no necesita gritar para volverse amenazante. Colman Domingo se luce como un showman perverso, un conductor que entiende que el espectáculo es más letal que cualquier arma.
Glen Powell se revela como un Ben Richards sorprendentemente dúctil. Wright lo aprovecha en todas sus capas: el padre desesperado que pelea por su hija, el fugitivo encapuchado que atraviesa una ciudad distópica, el sujeto común cargado de una indignación social. Pero quizá lo más interesante sea la dimensión performativa del actor. Como en Hit Man de Linklater, Powell vuelve a componer identidades múltiples: ejecutivo, cura, hombre anónimo que se camufla en la multitud. Hay en él algo casi como de Jack Lemmon en una película de Billy Wilder, si me permiten decir,esa facilidad para el acento, la gestualidad, la comedia de pretender ser otro, que convive junto al héroe de acción.
Josh Brolin, con su presencia imponente y esa voz profunda, entrega un villano preciso y que no necesita gritar para volverse amenazante. Colman Domingo se luce como un showman perverso, un conductor que entiende que el espectáculo es más letal que cualquier arma.
Lejos de ser solo una carrera de adrenalina, la película espesa su sentido social a medida que avanza. Wright muestra que ninguna bala hiere tanto como el sistema que convierte vidas en entretenimiento. Lo que en la superficie parece un juego mortal se revela como una maquinaria de explotación donde la empatía se ha vuelto un bien obsoleto.

Pero el humor logra aparecer y es ese humor tan británico y tan propio de Wright. Como la escena con Michael Cera que es un guiño delicioso y un respiro donde el director retoma la comedia física y el slapstick de sus primeras obras, ridiculizando a los villanos desde un espacio doméstico lleno de trampas y artefactos improvisados. Otra escena clave es la transmisión en vivo donde se manipulan los datos de Richards, convirtiéndolo en villano nacional. Wright expone cómo la imagen pública puede ser editada, moldeada y vendida como verdad absoluta.
Quizás podría decirse que así como Paul Thomas Anderson filmó este año una obra que dialoga directamente con el espíritu de época, Wright también entrega su película sobre nuestros tiempos. Una distopía disfrazada de entretenimiento, donde lo que está en juego no es solo la supervivencia del protagonista, sino nuestra capacidad como espectadores, como ciudadanos de reconocer cuándo una narrativa quiere decirnos la verdad y cuándo solo busca vendernos una ilusión.
4/5 = Muy buena